Macri destruye el Estado de Derecho.



Sin condena, Milagro Sala sigue en la cárcel y su caso muestra la agonía del Estado de Derecho. Y señalarlo no implica defensa alguna de la detenida. Si Sala tiene o no responsabilidad penal, y por ende podría corresponderle eventual castigo, eso no es, ni debe ser, materia de debate periodístico. Y tampoco autoriza venganzas políticas, como la que con toda saña parecen practicar el gobernador jujeño, Sr. Gerardo Morales, y los jueces a él subordinados.

Lo deplorable de este encarcelamiento que lleva casi dos meses no está en las incomprobadas acciones de Sala, sino en el abuso político-judicial que se salta todos los principios constitucionales y mantiene presa a una dirigente social por el hecho de serlo. Y no por supuestos delitos, ninguno de los cuales se le ha probado ni mucho menos por ellos tiene condena.

Este caso, como muchos otros, revela que el macrismo se debate en una típica puja entre halcones y palomas. Como hace 40 años cuando muchos creían –incluso el Partido Comunista– que Videla y sus secuaces eran los menos malos y entonces lo apoyaron “para que no pasara lo que en Chile”, donde Pinochet era ejemplo de halcón. La consecuencia fue trágica.

En política, por definición hay tiempos y modos. Las buenas maneras de algunos, culposos por las medidas antisociales, chocan con la furia de fundamentalistas que sólo ven oportunidades de negocios mientras apuran el cambio de régimen y sistema. Esa es la matriz de muchas torpezas. De un lado algunos cuidan las formas; del otro hay talibanes que además de ajuste total quieren revancha de supuestos agravios K y que “nunca más” –ellos también utilizan esa fórmula– retorne el “populismo”, ese calificativo demonizado sin precisión ni entendimiento.

Entonces se ve clarito: pratgayes de un lado; sturzeneggers y melconianes del otro. Macristas prudentes del círculo presidencial sometidos a feroces exigencias magnettistas. Los aliados, atarantados todos. Y todos bailando al son de los buitres y coincidiendo en el afán de sepultar el gran cambio que significó el kirchnerismo, que no fue solamente político, económico y social.

El cambio fue cultural y eso es lo que buitres, halcones y palomas detestan: que en 12 años el kirchnerismo cambió muchas conductas argentinas, y el paisaje socio-cultural y de clases mutó de manera fenomenal. Ése es el gran mérito K, que no ensombrecen sus muchas fallas. Todo lo que no se hizo, o se hizo mal, o a medias –que no fue poco y da grima que no hay autocrítica al respecto– no empaña el resultado de 151 meses memorables: grandes avances en derechos populares, afianzamiento de los derechos humanos y un largo repertorio de posibilidades, accesos, conquistas y logros concretos en favor de vastos sectores marginales, algunos muy minoritarios, y todo en un indiscutible clima de libertades públicas que ya muchos añoran.

Y es que hay numerosos hechos que aconsejan encender luces rojas, no amarillas. Como la vergonzosa negociación con los fondos buitre que festejan el Gobierno, los “grandes diarios” y muchos dizque opositores. Colonizados y serviles, celebran que las viejas, desprestigiadas “calificadoras” pongan nuevamente “buenas notas”, mientras miran al Sr. Griesa como antes miraban a Reagan o a Bush, o sea genuflexos y sin vergüenza. No ven, no quieren ver, que la Argentina era hasta hace poco el país menos endeudado del mundo, ni que a este feroz nuevo endeudamiento lo pagaremos con creces y por dos o tres generaciones. Ni aceptan que es genuino sospechar que muchos “negociadores” se estarán forrando con jugosas comisiones, como ocurrió en toda nuestra historia desde hace 200 años. Por eso a muchos dolió que la reunión nacional del PJ no aprobara la oposición absoluta al pago a los buitres.

Es sabido que no hay peor ceguera que la del que no quiere ver, y ha de ser por eso que una mayoría sonríe aún a nuestro Chauncey Gardiner y no ve que quienes se proponían como campeones de la lucha contra la corrupción y el nepotismo, ahora comen del mismo plato. Andrés Ibarra, ministro nada menos que de Modernización, encargado de “analizar” y ejecutar miles de despidos de supuestos “ñoquis” y “acomodados políticos” en organismos del Estado, parece haber resuelto un asunto familiar: su esposa, Carla Piccolomini, fue designada directora de Relaciones Institucionales de la TV Pública y Radio Nacional.

No es el primer caso. Según diarios y portales, la esposa del presidente del Banco Central fue nombrada gerenta del Fondo Nacional de las Artes. El ministro de Turismo, Gustavo Santos, colocó a su hijo Matías con rango de subsecretario. El de Comunicaciones, Oscar Aguad, puso a su yerno Rodrigo de Loredo al frente de la empresa estatal Ar-Sat. Y la novia del ministro de Cultura, Pablo Avelluto, ahora es también funcionaria. Todos, pareciera, siguen el ejemplo de la vicepresidenta Michetti, que despidió dos mil empleados del Senado pero ascendió con sensible aumento de sueldo a una de sus primas.

Muchos han de suponer que son sólo chispazos de una gestión que goza –todavía– de favor popular. Son los mismos que celebran que jueces todo servicio citen a la ex presidenta y a varios ex funcionarios por causas jurídicamente flacas pero de segura sonoridad. No sería extraño que intenten encarcelarlos un par de días, como contribución judicial a festivales mediáticos.

El presente es grave y el futuro sombrío, y gran parte de la sociedad argentina todavía parece que no lo quiere ver. En particular las mayorías urbanas, que se resisten a considerar siquiera que el país puede estar entrando en situaciones que podrían desembocar en hechos violentos, de imprevisibles consecuencias.

El Estado de Derecho, con este sistema judicial al servicio de venganzas políticas, seguirá agonizando mientras peligra la paz de la república. Macri lo está haciendo.

Mempo Giardinelli, Página 12.

Comentarios