Del ajuste a la deuda.


La aprobación del Congreso al acuerdo con los fondos buitre y el aumento de tarifas de servicios públicos son trazos firmes de la nueva política económica. Ambas decisiones guardan coherencia interna como parte del plan de restauración de un modelo neoliberal. Entender el ciclo de endeudamiento del Estado que pregona el macrismo desligado de esa matriz puede llevar a confusiones. El Gobierno pretende recuperar el crédito externo como puente hacia un modelo de valorización financiera, no para profundizar el proyecto de desarrollo productivo que intentó el kirchnerismo. Esta es la diferencia fundamental que pone en contradicción a los legisladores del Frente para la Victoria que votaron a favor del mal arreglo con Singer y compañía. Atentar contra la industria y el mercado interno como lo hace el Gobierno con el tarifazo, las tasas al 38 por ciento, la apertura comercial y los despidos demuestra que la intención del oficialismo no es trabajar sobre las causas estructurales de la restricción externa –insuficiencia de divisas–, sino habilitar canales de financiamiento para proveer de dólares a los sectores concentrados de la economía, como ocurrió en la dictadura y en los 90. Lo que se financia es la fuga de capitales.

La Unión Industrial Argentina entregó el jueves una serie de datos al ministro de Producción, Francisco Cabrera, sobre el impacto del aumento de la electricidad en empresas de distintos rubros. El frigorífico Recreo pasó de pagar 298 mil pesos en diciembre a 944 mil en febrero; la productora de herramientas Bahco soportó un salto de 228 mil a 612 mil; la láctea Milkaut, de 1,8 millón a 5,2 millones; la productora de alimentos Conosud, de 47 mil a 158 mil; Trocadero de cerdos, de 87 mil a 157 mil, y Leiner Argentina, también alimenticia, de 783 mil a 3,7 millones. El cimbronazo en los costos se multiplicará ahora con el ajuste del 300 por ciento en las tarifas de gas, del 375 en agua y el alza de los combustibles, mientras los ingresos empresarios caen por la menor demanda interna y la agudización de la crisis en Brasil. La política de subsidios formaba parte de una estrategia para mejorar la competitividad de la producción nacional y aumentar la capacidad de consumo de la población.

El equipo económico se muestra despreocupado frente al derrumbe productivo y del consumo que ocasionan sus medidas. La energía del Gobierno, en cambio, se concentra en pagarles rápido a los buitres y salir a tomar deuda. Es una dinámica que los argentinos ya conocen: desindustrialización, aumento del desempleo, pérdida de derechos sociales –en la hoja de ruta de Cambiemos ya aparece una reforma previsional con la impronta de la JP Morgan–, distribución regresiva del ingreso y una hipoteca de endeudamiento que crece como bola de nieve. La paralización de obras públicas con financiamiento asegurado de organismos internacionales y bancos de China y Brasil, y el aplazamiento de proyectos ambiciosos como el plan satelital son otros ejemplos en la misma línea. Echarle la culpa a la herencia de un cambio de rumbo tan drástico solo puede funcionar con la impunidad que provee el aparato mediático oficialista. Hasta la muletilla de que la economía no crecía hace cuatro años se desplomó con las cifras de 2015 que presentó el Indec a mitad de semana, con un avance del PIB del 2,1 por ciento ese año.

Una ventaja del macrismo en relación a experiencias neoliberales anteriores, como las de Menem y De la Rúa, es el bajo nivel de endeudamiento público y privado que recibió luego de doce años de políticas heterodoxas. Eso le da mayor margen para empapelar el mundo con bonos argentinos. La crisis de solvencia de la convertibilidad estalló después de una década, en 2001, con una evolución de la deuda pública externa que pasó de representar el 22,1 por ciento del PIB al 32,7 por ciento, en tanto que la deuda pública nacional trepó de 28,2 a 51,8 por ciento. El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, en tanto, dejó un nivel de deuda pública externa de 14 puntos del PIB, mientras que la deuda pública nacional se ubicó en 44 puntos. La deuda externa total, pública y privada, se movió de 22,3 a 44,2 por ciento del PIB en la convertibilidad, y retrocedió a 26 por ciento en 2015.

La herencia de desendeudamiento es un dato clave del escenario económico que el macrismo oculta deliberadamente. La exitosa reestructuración de la deuda de 2005 y 2010 y el aprovechamiento del viento de cola de los primeros años del kirchnerismo para cancelar pasivos con reservas, política que siguió incluso cuando el viento se puso de frente desde 2008, abre una ventana de oportunidad para que el financiamiento que se puede obtener ahora vaya a proyectos que aumenten la capacidad productiva nacional. Sin embargo, las medidas que despliega el gobierno de Cambiemos no van en esa dirección. La emisión de deuda proyectada es para cubrir gastos corrientes y compensar el déficit de divisas que se agudizó con el levantamiento de las regulaciones cambiarias –el mal llamado cepo– y la apertura para la salida de divisas. Es un esquema similar al que se dio en los 90.

El mayor problema de tomar deuda sin desarrollar las condiciones productivas para su repago es que cuando se corta el crédito, el país se desploma. Mientras tanto, va creciendo el peso de los intereses sobre el presupuesto, y el ajuste que supuestamente se quería evitar en un principio se hace cada vez más grande pasados los años. Este es otro punto básico que el Gobierno minimiza frente a la opinión pública, como si la deuda no generara obligaciones.

La experiencia del menemismo y de la primera Alianza es ilustrativa en este sentido. En 1993, la carga de servicios de la deuda pública sobre el presupuesto del Estado nacional representaba el 6,6 por ciento del gasto total. Fueron 2400 millones de pesos sobre 37.300 millones. En 1994 el gobierno tuvo que destinar el 7,6 por ciento del presupuesto a intereses. En 1995, subió a 9,8. En 1996, bajó a 9,1. Y de 1997 en adelante la evolución siempre fue en ascenso: 13,2 por ciento ese año, 14,5 en 1998 y 17,4 en 1999. A De la Rúa le tocó la peor parte. El plan deuda de los años previos, que su gobierno profundizó con el blindaje –siempre a tasas de interés crecientes–, llevó a que en el presupuesto del año 2000, el 20,4 por ciento del total de recursos se destinara a cancelar servicios de la deuda. En 2001, finalmente, el 24,3 por ciento del gasto disponible del Estado nacional se utilizó para pagar intereses. En números absolutos, 11.700 millones de pesos sobre un presupuesto de 47.900 millones. Es decir, casi una cuarta parte del gasto era para cumplir con los acreedores, lo que no dejaba demasiado para cubrir necesidades básicas de millones de argentinos. En un último gesto desesperado para que los mercados y el FMI siguieran alimentando la rueda del endeudamiento para pagar deuda, Ricardo López Murphy quiso hacer un ajuste brutal que lo eyectó del Ministerio de Economía en 15 días, y Domingo Cavallo, que lo sucedió, se lanzó con el déficit cero y el megacanje. A esa altura, el estallido por el default socio-laboral de la Alianza fue cuestión de meses. Repasando, en ocho años, de 1993 a 2001, la carga de intereses pasó del 6,6 al 24,3 por ciento del presupuesto.

En el mismo período, el stock de activos externos de los argentinos subió de 57.800 millones de dólares a 101.400 millones. Lo que se conoce como la fuga de capitales se llevó una buena parte del endeudamiento de esos años. En 2014, la carga de intereses fue equivalente al 7,6 por ciento del presupuesto, mientras que datos preliminares de los montos ejecutados en 2015 lo sitúan por debajo de esa cifra, aunque las cuentas de inversión que publica la Contaduría General de la Nación aún no permiten obtener números precisos. De todos modos, Cambiemos tiene el taxímetro de la deuda en mínimos históricos. Será su responsabilidad cuidar esa conquista de todos los argentinos y no dilapidarla en otra aventura de la deuda en beneficio de pocos.

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