El trabajo mediático de Clarín y sus satélites.


El narcotráfico en la cabeza de la gente.

El ciudadano medio del capitalismo puede ejercer el pensamiento abstracto. El inconveniente es a partir de qué objeto lo construye. Las corporaciones mediáticas le diseñan objetos para complacer el mínimo esfuerzo de la inteligencia. Esos objetos son conceptos ya trabajados por el uso y los modismos de una lengua que los define día tras días, hasta volverlos costumbre.

Si decimos narcotráfico, decimos gangsters latinos, decimos trajes de Hugo Boss con zapatillas naranjas, decimos rayas de cocaína gigantes, decimos custodios armados con fusiles, cadáveres colgados de un puente, decimos selva, decimos amantes, decimos sí mi patrón, decimos piernas rotas, sicario, operación uvas blancas, decimos avioneta.

Nunca decimos o apenas se nos pasa por la cabeza Estados Unidos, DEA, agentes, HSBC. No decimos escritorio, no decimos operación de lavado, no decimos contador, no decimos planillas, no decimos aduana.

El narcotráfico rige países, decide vidas y muertes, acumula capital como para capear o desatar una tormenta. Está presente en cada uno de nuestros destinos. Pero existe solo como aquello que el capitalismo ha definido como tal: Scarface, División Miami o la villa.

Cuando el gobierno dice “vamos a combatir el narcotráfico” trabaja sobre un suelo abonado por millones de minutos de cine y de televisión, por pixeles, centimil y horas y horas de radio.

El ciudadano medio del capitalismo puede abstraer, como dijimos, pero sobre ese objeto ya construido. Y ese objeto, en el contexto de un capitalismo crecientemente embrutecedor, se reduce a historias rocambolescas preñadas de detalles concretos, en las que el detalle vuelve creíble toda la narración.

El recibo de sueldo de los hijos de D´elía, el cuaderno de la secretaria de Néstor, la caja fuerte de la Patagonia, el cajón vacío de Néstor, la escala en las Seychelles, la valija que Boudou llevó a Carmelo.

Hitchcock inventó el concepto del Mcguffin para definir un objeto que hace que toda una historia se desarrolle y active. El objeto es lo de menos, lo que importa es el deseo que despierta en los que lo persiguen, que se extiende, fuera de la historia, al espectador que la ve.
Aquí el objeto es falso o inexistente, pero hace que toda la historia se crea.

Parecería que hay un deseo morboso del que va a ver la historia, que previamente necesita, como contrato con el emisor, ese dato que corrobora la veracidad del relato.

Que se entienda, no importa que el dato sea abiertamente falso o inexistente, importa que el que se apresta a creer, lo encuentre en algún lugar del relato.

La valija de Boudou no existió porque Boudou no se movió de aquí, pero ESE objeto hace que toda la novela se mueva. Los recibos de sueldo de los hijos de D´elía decían otra cosa, pero estaban ahí, tomados por la cámara, como una prueba irrefutable, no de lo que es, sino de lo que necesito para empezar a creer.

El verosímil, curiosamente, es siempre inverosímil. Cualquiera con dos dedos de frente, sabe que para hacer una operación financiera y derivarla a cualquier lugar del planeta, existe el espacio virtual y las transferencias. Nadie se maneja con una valija llena de patacones como Patoruzú, pero el relato para el ciudadano medio del capitalismo tiene que tener algo de infantil, algo que en las cabezas se comunique con la fuerza de lo concreto: el detalle, pero insistimos, el detalle concreto.

Ahora volvemos a decir narcotráfico, y no hay modo de decirlo sin que aparezca ese imaginario que ya vimos cómo se machaca. Por eso es tan cara a este relato la “ley de derribo”: un avión misterioso, una carga ilegal, un radar que lo detecta, un malo en vuelo, y un bueno con deseos de hacer justicia y que todo vuele por los aires.

Eso se entiende. Eso se festeja.

En un mundo en el que el caudal de injusticia y la impunidad del poder superan cualquier posibilidad de negación, hay una necesidad de creer en el relato del sheriff. El poder lo sabe, y por eso lo cuenta así.

En un punto, el engaño alivia. Es tanto el mal, que la mentira calma. De mentime que me gusta, pasamos a mentime que lo necesito.
“Empezamos la lucha contra el narcotráfico”, dijeron una vez que los Lanatta y Schillachi volvieron a sus celdas. Se referían a tres delincuentes que se les escaparon, que solo lateralmente se dedicaron al negocio, que en activo fueron sicarios y no manufacturadores, pero no importa, ahí están las fotos, las caras de malo, el despliegue policial (por eso, lo de Crónica resultó tan subversivo, porque vino a fulminar con tres placas rojas, la seriedad del relato sobre el narcotráfico).

Como el relato real permanece en sombras, como ese nadie lo cuenta, el gobierno avanza con la épica del narcotráfico (sí, sí, un relato, y mucho más burdo e infantil) para tapar al verdadero.

Así, al mismo tiempo que se habla de cowboys y sheriffs y agentes especiales de la DEA, la gran organizadora mundial del narcotráfico, se designa en la UIF a Tallerico, abogada de los principales lavadores de narcos, el HSBC. Y se pone al frente a la AFI a Arribas, socio de Pini Zaharavi, lavador mundial de plata, asociado a Roman Abramovich, uno de los tipos más ricos del planeta, que hizo su fortuna en esos mismos menesteres.
Por eso el macrismo designa a Toto García, vinculado a abogados de narcos, en Migraciones.

Y por eso el cargo a Moreno Crotto, coordinador de Asuntos Legales de Marcos Peña, un abogado que representa a una empresa off shore que ¡no existe! El detalle concreto, la historia hollywoodense, el relato para la gilada, es lo que encubre el avance del narcotráfico, que como afirma el periodista Ricardo Ragendorfer, en nuestro país se limita al lavado.

De estas cosas, en un eventual y ya imposible encuentro con los adherentes y votantes de Macri, deberíamos hablar, pero es imposible; el trabajo sobre sus cabezas ha hecho que el objeto a abstraer, el narcotráfico, sea una enorme colección de patroncitos del mal, de la que ellos luego extraerán un estereotipo universal.

La lucha está en las calles pero sobre todo en nuestras cabezas. Ahí está el campo de batalla.

Carlos Balmaceda, Resistiendo con aguante.

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